¿Supongo que esto es lo que hay?

Una tarde de abril, mientras el sol se escondía tras los edificios grises de la ciudad, Laura, de 42 años, se detuvo en medio de una acera abarrotada. El flujo de personas que pasaba a su alrededor era incesante, como un río desbordado en hora pico. Pero Laura no veía a nadie. No sentía nada. Esa parada repentina, ese momento en el que no pudo dar un paso más, fue la primera vez que se dio cuenta de que su vida, tal como la había vivido hasta entonces, no tenía ningún sentido.

No había habido un evento cataclísmico. Nadie murió, no hubo un divorcio abrupto, ni una quiebra financiera. Para el observador casual, Laura tenía una vida perfectamente normal: un trabajo que pagaba las facturas, un matrimonio estable, dos hijos que crecían demasiado rápido.

¿Qué la hizo detenerse, entonces, en esa acera? ¿Qué pasaba cuando todo lo que uno había construido se sentía vacío por dentro?

Esa noche, sentada en su pequeña cocina después de que todos se hubieran ido a la cama, se encontró con una pregunta inquietante:

¿Qué he estado haciendo todos estos años?

La pregunta llegó como un golpe inesperado, algo que había evitado durante mucho tiempo, enterrándola bajo rutinas y responsabilidades. La pregunta trajo consigo una sensación desconocida de vértigo, como si hubiera estado caminando al borde de un precipicio sin darse cuenta.

No era una cuestión de logros; Laura había “hecho todo bien”. Se graduó con honores, consiguió un buen trabajo, se casó, tuvo hijos. Pero en algún momento, entre la gestión de su carrera y las noches de insomnio cuidando a su hija, dejó de preguntarse por qué estaba haciendo lo que hacía.

Su vida se había convertido en una serie de movimientos repetitivos, un baile que había memorizado tan bien que ya no necesitaba la música para seguir el ritmo. ¿Cuándo fue la última vez que se sintió viva de verdad?

A veces, Laura caminaba por las calles de su vecindario, observando las ventanas iluminadas de otros apartamentos y preguntándose si detrás de cada una de esas ventanas había otra persona como ella, atrapada en una vida que parecía estar en piloto automático. ¿Cuántos de ellos se habrían hecho las mismas preguntas? ¿Cuántos habían decidido no responderlas por miedo a lo que podrían encontrar?

Una vez, en una fiesta, conoció a un hombre llamado Javier. Tenía la mirada de alguien que había conocido tanto la euforia como la desesperación, y eso lo hacía peligrosamente interesante. En medio de la conversación, él le preguntó: “Si tu vida fuera un libro, ¿seguirías leyendo después de la primera página?” La pregunta la golpeó como un martillo en el pecho. Esa noche no pudo dormir. Las palabras de Javier seguían resonando, como un eco que no se disipaba.

Desde entonces, cada decisión, cada acción se sintió hueca. El “hacer por hacer” se volvió insoportable. Laura comenzó a temer las mañanas, cuando el peso de otro día más de vacío la esperaba al borde de su cama. Una mañana, se sentó con su esposo, Pedro, y le preguntó: “¿Alguna vez sientes que estamos viviendo en un sueño que no es nuestro?” Pedro la miró como si hubiera dicho algo absurdo, pero sus ojos también revelaron un destello de reconocimiento. “Supongo que esto es lo que hay“, dijo él, encogiéndose de hombros y si chicas, sé que les molestará mucho esa respuesta, pero, recuerden que es un hombre.

¿Cómo se llegaba a ese punto de aceptación?

Los días pasaron, y Laura comenzó a explorar esos momentos, a escarbar en las capas de complacencia que había acumulado a lo largo de los años. Se dio cuenta de que había aprendido a aceptar demasiado pronto que “esto es lo que hay”.

¿Cuándo había dejado de cuestionar lo que realmente quería?

¿Cuándo había dejado de soñar con posibilidades más grandes?

¿Por qué el miedo a lo desconocido era más fuerte que el miedo a permanecer donde estaba?

El dilema no era sobre encontrar un propósito épico o una razón de ser gloriosa. Para Laura, se trataba de recuperar la capacidad de sentirse conectada con su propia vida, de encontrar momentos que realmente le importaran.

Comenzó a desafiarse con preguntas que antes la habrían paralizado:

 ¿Qué haría si no tuviera miedo?,

¿Qué pasaría si simplemente dejara de aceptar lo que no me llena?,

¿Cuándo fue la última vez que tomé una decisión sin pensar en las expectativas de los demás?

Una noche, mientras el mundo dormía, Laura se paró frente al espejo del baño y se miró fijamente a los ojos. “¿Qué pasaría si no me detengo aquí?”, se preguntó. Y en ese instante, se dio cuenta de que no tenía la menor idea de la respuesta, pero por primera vez en mucho tiempo, sintió algo más que vacío. Sintió curiosidad.

Y quizás esa curiosidad, ese atisbo de posibilidad, era todo lo que necesitaba para comenzar a navegar por un nuevo camino, uno donde el miedo y la incertidumbre no fueran enemigos, sino compañeros inevitables.

Laura aún no sabe hacia dónde va, pero finalmente está dispuesta a averiguarlo. Y eso, a veces, es más que suficiente para cambiarlo todo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *